Qué cosa hermosa sería que los demás pudieran decir “¡qué extraordinario, fíjense como se aman!, ¡son cristianos, son creyentes, qué amor sincero que tienen, qué transparencia hay en sus vínculos y relaciones, sin intereses mezquinos, son desinteresados!” Porque el compromiso no es optativo sino que es, de alguna manera, obligatorio ya que si no vivimos esto no vivimos, no vivimos lo esencial del cristianismo: el amor a Dios, el amor a los demás y el amor a uno mismo.
Ese amor de Dios tiene que empezar por tener amor a uno mismo porque, si uno no se ama, será difícil amar bien a los demás. Hay que pertenecerse como persona y cuando esto se logra uno se da, se entrega, se consagra, se dedica, se ofrece. Pero si uno no tiene integridad o unidad de vida, difícilmente se puedan sostener las relaciones.
La Iglesia y nosotros, como comunidad de creyentes, estamos llamados a dar prueba de Cristo en un amor concreto. El amor es universal pero es concreto no es abstracto y justamente por ello, nosotros Iglesia, no podemos abandonar al hombre.
Decía muy bien San Juan Pablo II “el hombre es el primer y fundamental camino de la Iglesia”, es decir que la Iglesia tiene que estar donde está el hombre. De allí la importancia de darnos cuenta que, si queremos vivir en Dios, tenemos que cumplir con los mandamientos. Ellos son obras y no razones; obras y no fotos; obras y cosas concretas donde uno tiene que aprender a buscar el bien concreto y objetivo de los demás.
A veces hacemos obras que nos llenan de vanidad, que nos quieren hacer sentir algo así como “¡qué bueno que somos!” Pero tenemos que HACER EL BIEN y no sentirnos bien nosotros; hacer el bien a los demás; procurar el bien a los otros; querer a los otros; respetar a los otros; ayudar a la gente a encontrar su dignidad. El espíritu es una presencia viva de Dios que moviliza, actualiza, convierte, potencia e ilumina, creando comunión. “Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos”, dice Jesús.
No podemos perder el tiempo, ni como Iglesia, ni como personas, ni como ciudadanos; no podemos darnos el lujo de banalizar las cosas. Tenemos que vivirlas intensamente.
Que el amor de Dios nos ayude a amar en serio a nuestros hermanos, y este gozo es lo más pleno que Dios quiere compartir. Ya estamos entrando en lo eterno aquí en la tierra y aquí se amasa lo que viviremos eternamente. No perdamos este encuentro, esta gracia y esta posibilidad.
Les dejo mi bendición en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Mons. Rubén O. Frassia
Obispo Diócesis Avellaneda Lanús.
Obispo Diócesis Avellaneda Lanús.
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