Queridos hermanos: el misterio de Dios, el misterio de Cristo, la cruz --que para algunos es un lugar de derrota, o una tragedia sin sentido ni explicación, o un fracaso rotundo-- es donde en verdad el Señor nos compra, nos redime, nos salva. En Israel, antiguamente, la sangre del cordero era parte de un rito de purificación, con la sangre que se rociaba el pueblo era purificado. Con la Sangre del Cordero Inmaculado, de Cristo, con la Sangre Divina del Hijo de Dios, Él nos vuelve a comprar. Por eso la palabra es redimir, que en latín significa “volver a comprar”.
Por eso, mirar la cruz, mirar al Crucificado, es creer en Él y saber que el mérito es suyo y no nuestro; que la salvación viene por la gracia de Dios, es un regalo de Dios inmerecidamente y somos nosotros deudores insolventes del amor de Dios. Por lo tanto la gracia nos viene solamente de parte de Jesucristo.
Esa gracia, que viene a nosotros, también nos exige una participación, una respuesta, aceptación de la luz o rechazo de la luz; aceptación de vivir en la verdad o vivir en la mentira; aceptación de vivir en el amor o vivir en el odio; aceptación de que realmente el Señor quiere inundarnos con el esplendor de su gracia, con la intensidad de su luz. Podemos decirlo de esta forma: la salvación objetiva es la de Cristo y la salvación subjetiva es nuestra respuesta y nuestra participación.
Muchas veces los hombres tardamos mucho en darnos cuenta, a veces pueden ser hasta años; cuando uno pueda llegar a pegar un salto, a brincar, a tener una mayor calidad de vida, de una cosa mezquina, egoísta, a una cosa profunda y real.
Que en esta Cuaresma, mirando al Crucificado, podamos entender todas las cosas y tener fuerzas para seguirlo e imitarlo. “Se lo sigue y se lo imita”, decía San Agustín y que vivamos en la luz, no en las tinieblas.
Les dejo mi bendición: en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Mons. Rubén Frassia
Obispo de Avellaneda - Lanús